Llegamos al lugar en torno a las 14 horas de un domingo gris y cálido de Octubre. Tras el obligado paseo por lo que él llama huerta y que no dejan de ser unos parterres con algunos hierbajos, entramos en el espacioso comedor de mesas amplias y redondas cubiertas de manteles blancos. Son mesas bien separadas unas de otras lo que, en principio, resulta prometedor a la hora de entablar una conversación agradable. Por desgracia, la nuestra parece destinada para 8 comensales y nosotros, que somos 5, nos vemos obligados a elevar el tono de voz o mantener conversaciones paralelas.
Bueno, pero esto ¿no es una nimiedad cuando se trata de comer en uno de los diez mejores sitios del mundo?
Comienzan los aperitivos. Un enjambre de camareros vestidos de clergyman zumba alrededor. Alguien debería explicarle al Superior de la Compañía, Padre Aduriz, la diferencia entre la solicitud amable y el coñazo. Por increíble que le parezca, la gente tiene cosas de que hablar y no necesita animación sociocultural. Nos traen una patata cocida del tamaño y la forma exactos de las que venden ya cocidas en botes de cristal, rebozada en arcilla blanca. Afortunadamente, podíamos mojarla en un alioli insipido, bastante peor que el que preparo yo en mi casa o el del bar de la esquina.
Después llegan unas quisquillas raquíticas, de las que se suelen tirar por que son todo piel y patas. Pero el padre Aduriz, tan concienciado con los que pasan hambre, cree que estos alimentos no hay por qué tirarlos y nos sirve media docena de quisquillas por cabeza. La animadora sociocultural nos explica que deben comerse enteras, sin pelarlas y sin quitar la cabeza y las patas. Es algo lógico, porque las quisquillas, lo que es carne, no tenían. Emulando a Don Pablos en la casa de Maese Cabra, intentamos que nuestro esófago tragase con agua aquel pequeño enjambre de patitas y placas queratinosas que, junto con la cáscara de arcilla de la patata nos proporcionó nuestra dosis de calcio diaria.
Una vez acabados los entrantes, propios del Paleolítico Inferior, me siento algo desconcertada mientras leemos la carta, pero concedo el beneficio de la duda. Es una lástima que la haya olvidado en la inmensa mesa pero puedo decir que solo unos expertos miniaturistas podrían haber escrito el larguísimo y estúpido nombre de los platos en los pequeños bocados en los que dichos platos consistían. Un pintxo a su lado parecería un bocadillo de albañil.
Estamos en estas cuando nos invitan a visitar la cocina. a mí no me interesa particularmente ver una cocina, pero mis amigos se ponen en pie y me siento algo obligada, así que les sigo. Lo de la animación sociocultural se lo toman en serio aquí. La famosa cocina es bastante reducida teniendo en cuenta la cantidad de gente que hay, digamos, "trabajando". El chef intenta hacernos ver, mediante explicaciones en las que se mezclan la tecnofilia enfermiza con la filosofía de libro de autoayuda, la tecnochorrada con el lugar común, que nos encontramos en un laboratorio que dejaría en mantillas a la NASA y con una organización laboral perfecta cual reloj suizo. Es como si 20 enanitos o duendecillos anduviesen haciendo magia, empleados en una multitud de extrañas tareas en nada semejantes a lo que alguien denominaría cocinar. Me gustaría reproducir aquí la cantidad de bobadas que nos soltó el padre Aduriz en ese tono campechano con el que los genios saben dirigirse a nosotros, la plebe, pero tengo que confesar que desconecté a los "150" segundos y me dediqué a observar a los duendecillos trabajadores vestidos more jesuitico. Lo de los 150 segundos, tiene su coña, ya lo veréis.
La mayoría de la veintena de empleados que se afanaban en aquella cocina, no más grande que un salón estándar, eran extranjeros y se dedicaban a hacer cosas aparentemente absurdas como pasar una especie de lector de código de barras -¿o era un medidor Geiger?- a una lechuga o frotar un trapito a un plato. Mientras, su jefe explicaba algo sobre las temperaturas, con un didáctico ejemplo basado en los diferentes grados de tensión del abductor del pulgar según con cuál de los otros cuatro dedos de la mano nos lo toquemos -el abductor, quiero decir. Muchos pensarán que soy una ignorante, que no me gusta aprender con parábolas así de hermosas, pero, tras algún tiempo, me apeteció enseñarle al conferenciante el uso del músculo flexor de mi dedo índice.
Volvemos a la mesa, henchidos de sabiduría, y también preguntándonos dónde se cocinaría realmente. Yo bastante deprimida y pensando que lo peor ya había pasado. Pero no hay que dejarse llevar por las primeras impresiones o, al menos, eso se dice. aunque con estas raciones tan pequeñas es que solo hay para eso: una primera impresión.
La larga carta contenía algunas alusiones a ingredientes porcinos que, por mis creencias religiosas, no puedo comer. Como el camarero nos pide que si deseamos algún cambio lo advirtamos, así lo hago. Les indico que no puedo comer cerdo. Aun así me encuentro con un secreto Ibérico. Es disculpable que, al ser secreto, les haya pasado desapercibido. Tanto que esa miriada de camareros no ha sido capaz de darse cuenta. Bueno, no pasa nada. Me cambian el plato por una especie de agua aceitosa y amarga con dos bolitas de no se qué. Asqueroso.
Llega después una kokotxa caramelizada con miel. Esto no está mal, pero es del tamaño de un ravioli. Mis compañeros comentan que el vino está muy bien; algo es algo. Afortunadamente el vino lo fabrican fuera.
Ahora viene el pulpo. Ni pensar en una deliciosa tabla de pulpo a feira o con pimentón. Eso sería una vulgaridad. Son 4 despojos ínfimos con sabor a pescado podrido. En este momento comienzo a agradecer que las raciones sean tan exíguas ya que justo tienes tiempo de probarlas para comprobar que son una porquería y ya se han acabado. Aquí es imposible eso del camarero preguntando "¿No le ha gustado?" Pues probarlo y acabarse el plato es todo uno.
Es el momento del denominado carpaccio vegetal. Una cosita dulzona, del tamaño de un iPod Nano, pero de textura parecida a un pimiento pocho y con frutos secos picaditos. La gran sorpresa es que esa cosa es sandía. Ah, vale. ¡Qué mago, este Aduriz!
Por fín el rodaballo. Bueno, es un decir, un tenedor de rodaballo. Pero una vez más me alegro porque está casi crudo y no sabe a nada. El sushi a su lado parecería bacalao ajoarriero.
Y, finalmente, otro bocadito, esta vez de pato. Esto, por lo menos es pato, aunque en el chino al que acudo habitualmente lo hacen infinitamente mejor. Como me dan pena los patos, me alegro por ellos: no creo que tengan que matar muchos al mes, dadas las raciones.
Parece que este suplicio se acaba: llega el postre. Una ciruela deshuesada y al horno, con una selección de fragmentos de quesos que, a pesar de la explicación farragosa de la camarera, son de calidad mediana. Eso sí, con la pamplina revestida de sofisticación de colocar las cortezas junto a los quesos para que los identifiquemos. Claro, es normal. ¿Quién no diferencia un queso por su corteza?
Y luego una torrija del tamaño de medio Kit Kat, bastante dulzona.
Pasamos a tomar los cafés al jardincito porque dentro no se puede fumar y varios de los comensales somos fumadores de puro. Es el mejor momento, solos y sin la omnipresencia de los camareros. No he comentado que, a pesar de la legión de camareros y de la racionalización del trabajo de la que ha dado sobradas explicaciones el responsable del lugar, ha transcurrido un tiempo inexplicablemente largo entre plato y plato, por lo que ya son las 6 de la tarde. Pedimos una copa y se nos advierte de que cierran a las 18:30. Qué bien.
Mi reflexión en este momento es que la clase y el lujo no consisten en que te atosiguen con continuas preguntas y datos no solicitados sobre los platos sino en que, teniendo en cuenta el pastón que has pagado, te dejen por lo menos un margen mayor para estar tranquilamente en la terraza tomando una copa y hablando de algo que no sea el proceso de licuefacción-torrefactación de la espina de sardina. Se confunde la amabilidad con el acoso y se olvida que la elegancia va de la mano de la sencillez y no de la petulancia. También se olvida que tomar por idiota, por paleto o por panoli a tu cliente a la larga, puede ser negativo.
En definitiva, un fiasco, pero un fiasco carísimo. qué razón tenía Santi Santamaría. En mi opinión este sitio es un restaurante para nuevos ricos snobs que no tienen ni idea de cocina ni criterio propio de ningún tipo y que se sienten importantes porque pagan un pastón y les llenan contínuamente la copa de vino.
Al llegar a casa me aguardaba otra "nueva" experiencia gastronómica: gracias a la nouvelle cuisine se puede estar muerta de hambre y, a la vez, sufrir de terribles ardores con recuerdos de sabor a pescado podrido.
Mientras siga habiendo gente tontaina, habrá también cocineros -o lo que sean- como Aduriz dispuestos a forrarse a nuestra costa.
P.D: Se nos entregó un par de sobrecitos (ver foto) con sendas tarjetitas, fruto, imagino, de lo que el cocinero en su limitación considera filosofía zen o algo así. Las transcribo:
Sobre 1:
"150 minutos... sométeme."
Tarjeta 1:
"150 minutos para sentir, imaginar, rememorar, descubrir.
150 minutos para la contemplación."
Sobre 2:
"150 minutos... rebélate."
Tarjeta 2:
"150 minutos para incomodarte, alterarte, impacientarte. 150 minutos para padecer."
Me quedo sin palabras.