martes, 7 de julio de 2009

EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO.

En la vida de todos creo que existen algunos llibros iniciáticos que nos conmueven, espolean, indignan o lo que sea, pero que, sin duda, trastocan lo que habíamos sido y pensado hasta el momento de su lectura. Esto sucede independientemente o a pesar de la ideología o peripecias vitales de los autores en cuestión, ya que, commo opinaba Schopenhauer, debemos separar al creador de su obra. Y eso hace que personajes más que dudosos como Céline hayan escrito obras maestras como El Viaje Hacia el final de la Noche.
Para mí ha habido libros que han cambiado mi vida: Hesse, Mann, Pessoa, Kafka, Leopardi o el citado Céline. Y dentro de esta categoría incluyo El Guardián entre el centeno. Nada más lejos de mi intención que el hecho de escribir una reseña ni mucho menos una crítica literaria para la que no estoy profesionalmente cualificada, pues a estas alturas resultaría difícil aportar nada nuevo e interesante, Pero, recientemente, ha caído en mis manos este libro por casualidad y he vuelto a releerlo.
Contrariamente a lo que ocurre en ocasiones en las que, transcurridos unos años, la segunda lectura de un libro idealizado resulta demoledora, la historia de Caulfield me ha conmovido más que la primera vez, porque ahora lo leo desde la doble perspectiva de la adolescencia y de la madurez.
Me ha llevado a pensar cuántos Caulfields transitan ahora por nuestro mundo, incólumes en su debilidad y férreos en su ternura. están tan desorientados que no pueden ir en contra del sistema, el cual detestan casi genéticamente más que por convicciones ideológicas concretas. Y hacen bien en odiarlo porque cualquier sistema va a rechazar su pureza, su candidez caústica y su rebeldía desnortada.
Siempre me ha intrigado en qué momento de la vida se produce ese chasquido que desvía irremisiblemente la prometedora carrera de un chico de buena familia destinado a ser un prestigioso abogado o un cirujano de éxito. Tiene que suceder algún hecho concreto que él mismo probablemente ignore, que sea el detonante de la desviación de la línea recta contra todo pronóstico. El libro ofrece un final esperanzador en el que el protagonista, gracias al amor y la sagacidad de su hermana pequeña, parece que va a retomar el buen camino y, tras su recuperación, volverá a ingresar en uno de esos horribles colegios americanos para chicos prometedores, pero yo sé bien que Caulfield siempre será un disidente del mundo que le ha tocado vivir. Quizá en esto consiste ser un eterno adolescente, eso que las gentes bienpensantes y aburridas arrojan como un paternalista insulto y que a mí siempre me ha parecido el mejor de los halagos.

4 comentarios:

. dijo...

Poco conozco del libro así que cuanto menos hable menos meteré la pata.

Las segundas lecturas a mí también me empiezan a resultar interesantes. A veces dudo de si es cierto pero me atrevería a afirmar que conforme pasa el tiempo lo vivido parece que ha dejado significado suficiente como para percibir lo que se lee de otra forma. Últimamente me ha pasado con los presocráticos, que cuando los comencé a leer medianamente en serio (a los diecisiete años) me resultó bastante vano el intento. Quizás más adelante, en una hipotética tercera lectura, tenga todavía más suerte.

Saludos.

Dizdira Zalakain dijo...

Yo tengo una experiencia muy curiosa con la Metamorfósis de Kafka. Mi padre me regaló el libro cuando tenía diez años porque era de esos libros que regalan aleatoriamente en Círculo de Lectores. Recuerdo que lo leí apasionadamente y lo entendí como un cuento infantil. Lo interpreté como una historia mágica y, a mi manera, percibía la soledad angustiosa del protagonista. Luego, resultó curioso releerlo con veinte. Me dí cuenta de que un niño puede percibir o intuir ideas con mucha más claridad de lo que los adultos consideramos.
Por eso, aunque me salga un poco del tema, soy partidaria de sobreestimular a los niños, ofreciéndoles lecturas que, en teoría, según insignes pedagogos, no están capacitados para comprender por su edad.
Mi generación aprendía a leer con 3 años; los críos de ahora lo hacen con 6 ó 7, gracias a las teorías piagetianas que han modelado todo nuestro sistema educativo. Así van las cosas.

. dijo...

Algo parecido me pasó con la música. Como de niño no tenía casi ni idea de inglés me imaginaba lo que podían decir las letras. Visto desde ahora que puedo comprenderlas sorprendentemente no era una pérdida de tiempo, porque si no sabía la historia me la inventaba y así se hacía un pretexto para sacar mis propios contenidos. Eso ya lo he perdido.¡Bendita ignorancia!.

A mí también me interesa mucho el tema de la estimulación infantil. Precisamente eso que comentas de poder estimular a la edad adecuada es de lo que fundamentalmente se trata (por ejemplo) en el libro de Kovacs que empecé a comentar ( http://filosofiaenblog.blogspot.com/2009/04/francisco-kovacs-hijos-mejores-parte-1_1248.html )

Como en ese libro se une algo que me interesa mucho con visiones científicas de lo que es la ética (que me horripila en igual proporción) tenía pensado hacer tres o cuatro partes más, pero entre el cambio del blog (y que soy algo vago) todavía ando con los borradores a medio hacer.

Saludos.

Dizdira Zalakain dijo...

No tenía el gusto de conocer el libro de Kovacs, pero con tu post y con lo que he curioseado por internet ya intuyo que su contenido no me gustaría demasiado. Y es que sólo el título y el niño de la portada ya dan bastante mal rollo. Qué miedo me dan y qué poco inteligentes me parecen estos enfoques que hablan de desarrollar la inteligencia de los hijos como si de fertilizantes para geranios se tratase.
Saludos.