Aunque no se esté de acuerdo con sus teorías, desde Freud en adelante no se puede pretender explicar el funcionamiento de la mente humana olvidando el papel básico de los procesos inconscientes. No se puede pretender que la mente humana funciona como un mecanismo de decisiones conscientes y voluntarias surgidas de la nada. Semejante postura resultaría acientífica y fantasiosa. Del mismo modo, tras los avances de la física en los cinco últimos siglos, tampoco es posible ya pensar en la Tierra como en una gran masa fija alrededor de la cual vuelan los astros siguiendo caminos prefijados. Para comprender nuestro mundo y para tratar de influir en él de manera positiva con disciplinas como la medicina, a nadie se le ocurre ya olvidar que muchas enfermedades se producen por la acción de microorganismos.
Sin embargo, 150 años después de Marx, todavía la inmensa mayoría de la humanidad culta, incluso la mayoría de los que se llaman izquierdistas, sigue pensando que la explotación de la humanidad por unos pocos y las terribles injusticias que de ella se derivan desaparecerían si todos fuésemos mejores personas, o si las leyes fueran mejores o más justas. Este pensamiento equivale a querer solucionar el problema de las enfermedades confiando en que los microorganismos algún día sean buenos y no se empeñen en enfermarnos o incluyendo un artículo en la Constitución que prohiba tajantemente a éstos penetrar en nuestro cuerpo.
Pero la explotación de unos seres humanos por otros es un fenómeno histórico y natural y por tanto obedece a causas naturales y estudiables. Si tiene solución, ésta solo puede obtenerse tras este estudio de sus causas y mecanismos. Los buenos deseos no cambian el mundo, porque desear no es conseguir. Las leyes tampoco cambian al mundo, es el mundo el que cambia a las leyes; las leyes no son ensalmos mágicos que basta con colocar sobre un libro magníficamente encuadernado para que se cumplan. Nadie deja de imcumplir la ley porque esté en ese libro: lo hace porque hay una fuerza que le coacciona a hacerlo. Quien tiene esa fuerza es quien ha redactado la ley.
Sayyid Qutb es uno más de los que no parece haber comprendido o asimilado el avance fundamental de Marx. En su libro que estamos comentando, "Justicia Social en el Islam", establece una serie de criterios para crear una sociedad justa basados en las enseñanzas del Corán y en las tradiciones islámicas. La mayoría de sus deseos son maravillosos y compartibles por cualquier persona de buena voluntad, sea o no musulmán: soberanos justos y austeros, propiedad para el que la usa, justicia con los desfavorecidos -enfermos, ancianos, etc.-, educación y acceso a la salud universales... Pero está claro que el problema no es imaginar cómo sería un mundo ideal: el problema está en ponerlo en práctica.
Los Hermanos Musulmanes, a los que perteneció el propio Qutb y de los que hablaré un poco en el siguiente post, han sido capaces de establecer una magnífica red propia de servicios sociales y de apoyo mutuo, independiente del gobierno egipcio. Para ello seguramente no han necesitado a Marx, como tampoco la mayoría de la gente que hace cosas tan estupendas como ésta por todo el mundo. Pero ¿pueden estas excelentes iniciativas hacer algo más que paliar momentáneamente el problema? Las compresas heladas en la frente pueden bajar un poco la fiebre pero no curan la enfermedad
Para esto último es para lo que es necesaria, no digo ni siquiera la teoría de Marx, pero sí al menos una teoría que no olvide los descubrimeintos fundamentales de Marx. Hoy día la Astronomía tiene mejores teorías que las de Copérnico, pero no puede olvidar que, en efecto, la Tierra no es el centro del Universo alrededor de la cual giran las esferas celestes. La teoría marxista no nos va a decir cómo solucionar los problemas concretos, pero es imprescindible tenerla en cuenta para ello, lo mismo que las teorías de Newton no nos explican cómo construir una nave para viajar a Marte. Para ello son necesarias técnicas y disciplinas que han de estar en constante revisión y evolución; pero sin Newton, no serían posibles.
Hemos visto, pues, que para cambiar el mundo hace falta conocerlo. Pero ¿basta con eso? En absoluto. También es necesario algo: el impulso para hacerlo. Ese impulso puede ser generado por muchos factores. La mayoría de los avances científicos y técnicos de nuestro tiempo se alcanzan gracias, principalmente, a una férrea, implacable voluntad de lucro. Sin ella, no se habrían lanzado naves al espacio ni excavado kilómetros de profundidad bajo tierra, ni desentrañado los misterios de la genética. Ante ese tipo de voluntad nada se detiene: las dos grandes masacres que denominamos guerras mundiales, en las que decenas de millones de seres humanos morían mientras otros producían los mayores avances tecnológicos, iban guiadas por la voluntad de lucro de una minoría de individuos. Esa misma voluntad de lucro es la que hoy amenaza seriamente a todo el planeta con una catástrofe ecológica y/o nuclear.
La voluntad o el impulso que ha llevado a otros, desde Espartaco al Ché, desde Jesucristo a Sayyid Qutb, a sacrificar incluso su vida no es otro que el anhelo de justicia. ¿Y qué es el anhelo de justicia sino, como perfectamente la define Horkheimer, la religión, en el buen sentido? Recordemos de nuevo esa definición:
"¿Qué es religión, en el buen sentido? El inextinguible impulso sostenido contra la realidad, de que ésta debe cambiar, de que se rompa la maldición y se abra paso la justicia."
Pues bien: de este inextinguible impulso sostenido es de lo que carece la teoría marxista. Pero es que es normal que sea así: es una teoría científica. La teoría marxista te da un mapa, pero no te da las ganas ni la energía para viajar. Las ganas y la energía son ese impulso sostenido contra la realidad. Cada uno puede obtener ese impulso de cosas distintas. Yo lo obtengo principalmente de mi fe musulmana. Otro lo obtendrá de valores éticos o características psicológicas, o de varios de estos factores a un tiempo.
La ventaja de las religiones y, en mi opinión, sobre todo del Islam, es su capacidad para generar en la gente ese impulso. Ese impulso que las marionetas mediáticas al servicio de los explotadores del mundo llaman fanatismo y que yo llamo coraje, dignidad y entereza. Sin la religión, me temo que el anhelo de justicia es una planta exótica en el páramo capitalista, en el que los anhelos de consumir estupideces y de ver la tele lo asfixian todo. Sin la religión, el anhelo de justicia solo surge en una minoría de hombres y mujeres honestos y aun vivos que, como pequeños faros repartidos en un inmenso océano oscuro y borrascoso, solo sirven para mantener el rumbo y confiar en la llegada del día.
Y ante la visión horrible de este mundo a la deriva, que no invita sino al pesimismo, solo la fe en lo imposible que define a los religiosos, solo la esperanza, la confianza en que el mal no puede ser la última palabra, es la que les impide darse por derrotados.
Simplificando algo la metáfora de Walter Benjamin, sobre el autómata que juega al ajedrez, yo compararía al materialismo histórico con un automóvil y a la religión con la gasolina que le permite moverse.
viernes, 12 de febrero de 2010
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